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Angela Merkel admite que cometió un error

Angela Merkel admite que cometió un error

Por Milenio

La Prensa

Era la mujer más poderosa del mundo, dejó el cargo en 2021 tras 16 años en el poder. Y no está dispuesta a pedir perdón. En la página 273 de sus memorias, Angela Merkel admite que cometió un error.

En un ensayo de opinión en 2003 para The Washington Post, atacó al canciller Gerhard Schröder por criticar la inminente invasión estadunidense de Irak: “Schröder no habla en nombre de todos los alemanes”, decía el titular.

Curiosamente, el error que Merkel reconoce no es su apoyo a la guerra de Irak, aunque ahora piense que la invasión estuvo mal. El error no fue de juicio, sino de modales. “No estuvo bien —escribe en su libro—, atacar frontalmente a mi propio jefe de gobierno en la esfera internacional”. Las diferencias domésticas no deben tratarse “en suelo extranjero”.

Este enfoque reservado es típico del libro de Merkel, Libertad, de 700 páginas, que salió a la venta el martes en todo el mundo. Los lectores encontrarán bastantes pasajes en los que admite errores menores o lamenta efectos secundarios triviales de grandes decisiones, que a su vez no se examinan. En lo que ahora parecen sus mayores fallos —como abrumar el sistema de bienestar con su política de refugiados o no frenar el ascenso de la extrema derecha— hay evasivas o equívocos.

Después de tres años de ausencia, Merkel vuelve a la escena mundial. Pero no está preparada para decir “lo siento”.

Considerada en su momento la mujer más poderosa del mundo, era una de las políticas más populares de Alemania. Pero su reputación ha sufrido algunos daños últimamente. Los alemanes ven cada vez más sus cuatro mandatos como una era de oportunidades perdidas y graves errores, ya que se enfrentan a una infraestructura en ruinas, con trenes y conexiones a internet lamentablemente lentos, una economía peligrosamente dependiente de China, un ejército infradotado y una sociedad dividida por los altos niveles de inmigración y el auge del populismo de derechas. La guerra de Ucrania ha dejado en muy mal lugar el relajado enfoque de Merkel hacia Rusia.

El libro —que Merkel escribió junto a Beate Baumann, su jefa de gabinete durante mucho tiempo— era una oportunidad para enmendar la situación. Digamos que no lo consigue. En lugar de aclarar las cosas o explicar sus acciones, por no hablar de ofrecer nuevas ideas o argumentos, la ex canciller se centra en cosas pequeñas y aparentemente irrelevantes.

Merkel se lamenta, por ejemplo, de haber comparado el escape de pequeñas dosis de radiación de los contenedores nucleares con derramar levadura en polvo para un pastel, un comentario improvisado que hizo en 1996. Sin embargo, no se arrepiente en absoluto de su apresurada decisión como canciller en 2011 de abolir la energía nuclear tras la fusión de la central japonesa de Fukushima. Fue una decisión costosa que expuso a los alemanes a unos elevados costos energéticos que solo han aumentado desde que el país dejó de depender del petróleo y el gas rusos, otro tema sobre el que Merkel no tiene reparos.

Cuando entrevisté a Merkel hace un par de semanas en su despacho de Berlín, parecía optimista. Orgullosa de presentarnos un ejemplar recién impreso de su libro y recordando cómo lo escribió en una computadora sin conexión a internet, estaba dispuesta a contar su historia con sus propias palabras. Pero no parecía importarle lo que el mundo pensara de ella.

A pesar de sentirse el chivo expiatorio de la invasión rusa de Ucrania —“No es solo un sentimiento, es la realidad”—, Merkel sostuvo que su decisión de bloquear un plan de acción para la adhesión de Ucrania a la OTAN en 2008 fue la correcta. Ucrania podría haber tardado años en colarse bajo el escudo de la OTAN, tiempo en el que Vladimir Putin “sin duda habría hecho algo. ¿Y qué habría pasado entonces? ¿Habría sido concebible una acción militar de los Estados miembros de la OTAN en 2008? —preguntó—. Esas fueron mis consideraciones”.

Como política, Merkel era una administradora con tendencia a perderse en los detalles, no una visionaria ni una reformista. Como escritora, se mantiene fiel a ese estilo. A mitad del libro, por ejemplo, ilustra los deberes de una canciller presentando un registro de las principales instituciones con las que tuvo que reunirse “de la forma más sencilla posible: alfabéticamente”. La lista abarca desde la Fundación Alexander von Humboldt hasta la asociación alemana de horticultura. No es precisamente apasionante.

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