Por Juan José Rodríguez Prats
Crítica y autocrítica
Cada vez somos más intransigentes. Nos divide la enfermedad, el poder adquisitivo, el imperio de la ley (a unos se les aplica y otros quedan impunes), las posiciones políticas. Las convergencias se descartan, los pactos son obscenos, se sospecha de los acercamientos. Son condiciones perfectas para ocasionar tragedias.
No es una situación exclusiva de México. Obedece a crisis históricas en las que se pretende desechar todo lo anterior sin proponer nada para reemplazarlo. Son épocas de desasosiego, de vacíos, de hartazgos relativamente breves. La humanidad tiene una infinita capacidad de recuperación. Ello explica que se considera a las décadas previas a la crisis actual como las más benéficas en cuanto a disminución de la pobreza, reducción de la violencia y mayor acceso a la educación.
Esto nos remite a afrontar hoy el reto mayúsculo: la mejor forma de gobernar, el método más eficaz para evitar el abuso del poder, el proceso idóneo para seleccionar servidores públicos. A ello se han dedicado las más variadas y profundas reflexiones de nuestros más preclaros pensadores. Los textos son extensísimos, empezando por la Biblia, un siempre vigente tratado de liderazgo.
Conviene hacer un ejercicio elemental: preservar únicamente lo que funciona. De ello se desprenden deberes, lo cual nos remite a cotejar lo que creemos contra lo que hacemos. En otras palabras, practicar la crítica y la autocrítica. Sin ellas estamos condenados al fracaso.
Ante el inicio de las campañas políticas para renovar la Cámara de Diputados federal y muchas de las locales, es oportuno hablar de las funciones de los representantes populares. Esto plantea una variedad de dilemas. ¿Debe obedecer a quien jerárquicamente sea su superior? ¿Debe prevalecer su lealtad al partido que lo llevó al cargo? ¿Debe preguntar a sus representados qué quieren? Estos cuestionamientos tienen que ser ponderados, pero siempre debe predominar el más importante: el beneficio de la comunidad o el más frecuente, cuál es el menos dañino.
El legislador debe ser un permanente censor del poder. La razón por la que se concibieron los órganos colegiados fue deliberar, racionalizar la vida social, mejorar la política, esclarecer la verdad, exigir cuentas, fincar responsabilidades. Es importante hacer buenas leyes o gestionar apoyos para sus representados, pero su tarea primigenia es ser contrapoder. Si no cumple esa función, se torna inservible.
En nuestro proceso de consolidación democrática, el Poder Legislativo ha sido la institución más deficiente. Lo señalaría como el responsable del fracaso de nuestra transición de un sistema autoritario a un auténtico Estado de derecho. Mejorarlo y vigilar su desempeño debe ser un compromiso ineludible de todos.
Desde luego, hay que evitar que el partido en el poder (o, mejor dicho, el partido del poder) tenga mayoría. Pero eso es lo inmediato. La próxima legislatura tendrá una inmensa tarea: refundar el Estado mexicano, que está siendo bárbaramente desmantelado. Implica, por lo tanto, que estemos conscientes de la magnitud de la hazaña. Nuestra realidad más próxima son los países latinoamericanos. Señalo tres:
- Chile tiene la clase política más madura, preparada y responsable. Mediante un histórico acuerdo, terminó con una dictadura. Sus avances son positivos en todos los renglones. Ciertamente tienen problemas, pero los han sabido enfrentar exitosamente. Una lección: ningún gobernante inicia partiendo de cero. Cuida lo recibido y lo mejora.
- Uruguay, sin aspavientos ni estridencias, combate la corrupción y gobierna con austeridad.
- Costa Rica sustenta su democracia con cultura de legalidad.
Entendamos que la política no es una disciplina de imaginación, sino de memoria y aprendizaje. Los tiempos exigen un ambiente de concordia y razonable entendimiento.