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martes 23 de septiembre de 2025

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Bitácora del director

Bitácora del director

Por Pascal Beltrán del Río

La contrarreforma

Desde 1963, México ha tenido, prácticamente, una reforma electoral por sexenio.
Algunas más profundas que otras, pero todas han sido producto de la buena fe y han tenido como característica ampliar las libertades y los derechos de las minorías en el escenario electoral.
Eso no quiere decir que el contenido total de todas esas reformas haya sido un éxito desde el punto de vista de la democracia, pero puede decirse que la mayor parte de esos cambios reflejó un esfuerzo por construir consensos.
Por ejemplo, antes de la elección federal de 1964 sólo había legisladores de mayoría relativa. Se votaba entonces por un diputado por cada 200 mil habitantes. El sistema hacía casi imposible que el partido hegemónico perdiera una diputación. En 1946, Acción Nacional había ganado milagrosamente cuatro de los entonces 147 distritos para tener sus primeros diputados.
La reforma de 1964, promovida por el presidente Adolfo López Mateos, introdujo la figura de “diputados de partido”, que permitía tener representación a cualquier fuerza política que obtuviera menos de 20 diputados de forma directa.
El artículo 54 constitucional fue modificado para quedar así: “Todo partido nacional, al obtener dos y medio por ciento de la votación total en el país (…) tendrá derecho (…) a cinco diputados y uno más, hasta veinte como máximo, por cada medio por ciento más de los votos emitidos”. Se crearon en total 32 diputaciones de partido, que representaban 15.3% de la Cámara.
Con la creciente presencia de la oposición en el Congreso, se fue dando una apertura gradual del régimen de partido de Estado.
La reforma de 1977 devolvió el registro electoral al Partido Comunista Mexicano y a la Unión Nacional Sinarquista (que participaría nuevamente en los comicios como Partido Demócrata Mexicano) y creó los diputados de representación proporcional.
La flexibilización del sistema también obedeció a un deseo de invitar a la legalidad a aquellos grupos que se levantaron en armas en las décadas de los 60 y 70.
La de 1986 aumentó a 200 los también llamados plurinominales. La de 1990 acabó con la Comisión Federal Electoral y creó el Instituto Federal Electoral (hoy INE), que se abrió a representantes ciudadanos en 1994 y se convirtió en autónomo con la reforma de 1997. Antes, en 1993, se facilitó el acceso de la oposición al Senado con la creación de las senadurías de primera minoría, a las que se agregaron, en 1996, las de representación proporcional.
Todas esas reformas hicieron posible que el PRI tuviese que compartir el poder con la oposición, al grado de perder la Presidencia en 2000. Todas, como digo arriba, implicaron cambios que emparejaron la competencia entre partidos, aunque, también debe decirse, crearon una arquitectura legal abigarrada, producto de la desconfianza de los opositores.
Entre los promoventes de muchos de esos cambios está el grupo político actualmente en el poder. Muchas de las exigencias para controlar la actuación de las autoridades durante las campañas y fiscalizar los recursos usados en ellas surgieron de Andrés Manuel López Obrador. Convertidas en ley, ahora estorban al hoy Presidente de la República.
Ayer, en su conferencia matutina, López Obrador anunció que impulsaría una “reforma administrativa” para acabar con los órganos autónomos –entre ellos el INE– y para impedir, dijo él, que las autoridades electorales puedan cancelar el registro a candidatos que no cumplan con los requisitos de fiscalización, como le sucedió hace unos días a Félix Salgado Macedonio y Raúl Morón.
En el clímax de su alegato, el mandatario aseveró que el INE y el Tribunal Electoral “no tienen como misión garantizar la democracia, sino impedir que haya democracia”. Y agregó: “La democracia (…) no es el consejo del INE o el Tribunal Electoral. No, no, la democracia es el pueblo, quien encarna la democracia es el pueblo, es el ciudadano”.
A reserva de que el Presidente encuentre en el Congreso la suma de votos que necesita para hacer realidad sus planes, estamos, sin duda, ante el primer intento en casi seis décadas de realizar una reforma regresiva en materia electoral. Una en la que el gobierno no intenta conceder espacios a las minorías, sino quitárselos; que no busca ceder poder para generar gobernabilidad, sino concentrarlo. En suma, una contrarreforma electoral.

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